siempre que dices,
con toda tu alma, una banalidad.
E. M. Cioran
Afirma Carlos Losilla, en el número 37 de Cahiers du Cinema - España que La vida sublime es “una película locuaz y expansiva en la que quiere reescribir una cierta historia de España”, cuando a mí lo que me ha parecido ha sido una película pedante y ególatra. Historia de España escrita por unos personajes antipáticos y, en el caso más concreto del de Sevilla, representando lo que menos me gusta de ella, después, claro está, de Javier Arenas. Ese sevillanito machista que se cree de izquierdas, cofrade, al que se le pone los vellos de punta con María Santísima, rociero de medalla en pecho, trianero y seguro que bético, capaz de afirmar que el Guadalquivir es el Ganges del mundo. Si algo tiene de mérito la parte rodada en Sevilla es ser capaz de bañarse en el río con esa cara de (auto)satisfacción y de estar encantados de conocerse a sí mismos. Por supuesto existe otra Sevilla que no tiene nada que ver con lo que se ve en pantalla y que no le ha interesado al director.
Sí me ha gustado como cambia de escenario sin planos de transición, el dinamismo que consigue para mostrar ese viaje desde Castilla hasta Bolonia. Siempre es mejor la película cuando no hay personajes, cuando filma espacios, paisajes y colores. Debería seguir los pasos de Lisandro Alonso como hizo con El brau Blau, y no construir una película a base de diálogos y de improvisación.
Es una lástima que esa magnifica escena, por verdadera y auténtica, en la que el protagonista charla con su abuela en la mesa camilla, y esa última imagen de ella que cierra la película, estén interrumpidas por tanta secuencia falsa y reivindicadora de una españolidad y de una tradición cultural a desterrar, llenas de un idealismo de jardín de infancia, sin contenido.
Si alguien me puede explicar que quiere decir Carlos Losilla cuando afirma que “es un trayecto hacia la redención del presente y del cine”…
¡Qué ganas de ver un Rohmer o un Renoir!